lunes, 2 de marzo de 2020

Crónicas de un feminismo anunciado

Solía ser de las que decían que feminismo era sinónimo de machismo pero con el poderío del lado de la mujer. Que la consigna debía ser #NadieMenos y no #NiUnaMenos. Que esas mujeres que salían en tetas a la calle a protestar no me representaban, y que creía justo el reclamo pero de ninguna manera concordaba con las formas. Solía pensar que de alguna manera las violaciones les pasaban a las que se vestían provocativo porque "enviaban señales" a los hombres promiscuos y que debían ser ellas más responsables con su integridad. Juro que hoy lo escribo ésto y se me retuerce el corazón de haber sido años atrás alguien que pensaba así...

El primer caso que recuerdo, es el de Melina Romero, "la fanática de los boliches", como la catalogaron los medios. Como si un asesinato de esa magnitud fuera menos grave porque alguien prefiera salir a bailar a quedarse en casa leyendo un libro. Como si hubiera gente más o menos digna de merecer justicia acorde a sus preferencias. Como si ejercer libremente la sexualidad fuese un permiso implícito para hacer lo que alguien quiera con el cuerpo de otro...
Recuerdo que en los medios se divulgaban fotos de ella en ropa interior, como si eso mitigara que lo que había ocurrido con ella era un delito. Recuerdo que la juzgué, y que pensé que "uno sabe a lo que se expone cuando tranza con desconocidos". Jamás creí que se lo mereciera, pero creí que ella "lo podría haber evitado". En ese momento pensé que bastaba con tomar ciertos recaudos. Como si uno pudiera responder por el accionar de los demás... ¿no?

Pero... ¿cómo encajaban en esa "lógica" de posible prevención casos como los de Ángeles Rawson, Micaela García, o la pequeña Candela Rodriguez (quien ni siquiera tenía un criterio formado para entender lo que sucedió)? En ese momento no me detuve a pensarlo. Esos casos, y todos los demás, me generaban pena, pero aún no empatizaba. Me pasaban lejos. Era "gente de la tele", muy lejana a mí y a mi entorno. Bastaba con apagar las noticias y pensar en otra cosa para que el tema desaparezca. Casos y caras que estaban todo el día en la tele, y que un par de meses luego quedarían en el olvido. U opacadas por un caso nuevo, donde continuaría la carátula, pero ahora serían otros los participantes...

Miraba, entre femicidio y femicidio salir a las feministas a marchar. A gritar, pintarse el cuerpo, a cantar canciones que me resultaban excéntricas. ¡Qué ridículas!, pensaba. Sólo quieren llamar la atención. A decir que había que matar a los machos. ¡Qué exageradas! No todos los hombres son iguales. A pintar paredes. ¡Qué innecesario! Eso luego se arregla con fondos públicos. Sin dudas, esas mujeres no me representaban. Sin embargo, me abrí lugar y espacio para intentar entender las cosas.
Desde entonces, leí miles y miles de casos, de relaciones, de testimonios, de experiencias de otras mujeres. Logré sentir su dolor. Logré comprender lo difícil que es salir de una relación conflictiva. Entendí que algunas mujeres no lo logran. Recordé yo misma, una relación que por suerte no llegó a violencia física, pero que me dejó heridas muy profundas que aún hoy me cuestan sanar.

Luego llegó el caso de Araceli Fulles. Para ese entonces, ya la angustia se hacía notar. Pero a pesar de la trágica y desgarradora historia, lo que me llamó la atención de este caso fue la cantidad de comentarios horribles que leí mientras estuvo desaparecida. Entonces empecé a mirar más un poco al rededor. Los comentarios de la gente en los diarios, llena de odio. Que miren cómo se vestía. Que se lo merecía por tener "tantos novios". Que no gasten plata de sus impuestos en buscar a una puta que se fue a coger. Algunos hasta deseaban que aparezca muerta, como una especie de lección o enseñanza... nunca me quedó muy claro ¿de qué?

Recuerdo un día en que conocía a un chico, que luego de varias salidas en la que todo estuvo bien y de parecer un buen pibe, finalmente fuimos a su casa (con las precauciones necesarias, primer encuentro en lugar público por si la cosa se ponía fea, compartiendo dirección y números de teléfono a mis amigas, y demás). Recuerdo que, en medio de la relación sexual, noté que él se había sacado el preservativo. No quise seguir si no se cuidaba, y se lo dije. Me insistió. Me puse firme. Insistió, ya con menos paciencia. Me volví a negar. Y el ambiente se puso tenso. Recuerdo que en ese momento olvidé todo tipo de sentimiento placentero y analicé su cuerpo, su contextura, y la facilidad con la que podría haberme hecho daño, si hubiera querido. Me di cuenta que estaba en una situación de completa de desventaja, sumamente indefensa. Me invadió el terror, recuerdo, y también recuerdo que intenté con todas mis fuerzas que no se me notara. En mi cabeza, empecé a pensar planes posibles de escape. Pensé en cuántas veces había planeado maniobras de escape en remises, taxis o calles oscuras cuando veía que en la esquina un grupo de pibes en la vereda tomando alcohol. Pensé en todas las veces que cancelé planes por no tener plata para volverme en taxi ya que bajo ningún punto de vista podría volverme caminando sola Pensé en que volverme en remis tampoco era garantía de seguridad, por todos los casos de testimonios de mujeres abusadas de esta forma, pero aún era menos riesgoso. Pensé en todas las veces que esos planes de posibles escape quedaron en la nada, porque no pasó nada, pero quién me quitaba el miedo y el estrés de haber tenido que pensarlo. Pensé en todas las veces que sentí alivio de llegar a casa. Pensé cuántas veces los hombres habrían suspirado de alivio al hacer girar la llave de la puerta de su casa y habrán mandado un mensaje diciendo "no te preocupes, llegué bien" a su amiga que estaba esperando en línea saber que llegaste para dormir bien.
La anécdota terminó bien, fue un momento tenso, pero aceptó mis condiciones. Pero yo ya estaba incómoda, así que decidí irme a mi casa. Él accedió. Recuerdo que pensé que había tenido suerte. Recuerdo que hasta pensé en los titulares posibles de los medios, si me hubiera pasado algo. Y me sumí en la tristeza. Recuerdo que hasta sentí vergüenza de que mis padres leyeran las noticias. Que sufrieran con los comentarios de gente que, como yo hubiera hecho tiempo atrás, me hubiera juzgado por mis elecciones. ¿Por qué tenía que tener vergüenza yo? Si no había hecho nada malo.
Pensé "¿y qué si fuera cierto que la intención era ir a coger, como tanto les gustaba decir, y sobre la marcha hubiera habido algo que me hubiera hecho cambiar de opinión? ¿Eso le da derecho a alguien a hacer algo que yo no quiera, a violarme o a matarme? ¿un permiso implícito para hacer lo que quiera conmigo? ¿por qué condenamos la vida sexual como si fuera determinante de calidad de persona? ¿por qué merecería menos justicia por eso? ¿por qué se condena a la mujer con mucha más crudeza por lo mismo que hacemos todos? ¿si un hombre se hubiera ido a coger, no habría sido acaso un capo?". Entonces lo entendí. Y me sentí sucia.

El caso que terminó de romperme el corazón fue el de Lucía Pérez. Recuerdo que me costó terminar de leer la noticia por la cantidad de lágrimas que me brotaban al leerla. Recuerdo que sufría pensando en lo que tuvo que atravesar, la desesperación de querer librarse, el dolor de que le realicen prácticas que no deseaba, el instinto de supervivencia hasta que su cuerpo dijo basta, la cantidad de cosas que se le habrán cruzado por la cabeza. Recuerdo que pensé que a Lucía la mataron tres veces; la primera vez, víctima del dolor insoportable que le provocó que la empalaran, la segunda, cuando gran parte de la sociedad la condenó a que tenía lo que merecía por "puta y falopera", la tercera, cuando los jueces en un repulsivo y repudiable fallo impregnado de machismo, dijeron que habían podido demostrar que ella era habitualista de estar con muchos hombres y no podían demostrar que se hubiera negado.

Yo he tenido suerte. Hoy puedo contarlo. Muchas otras ya no. Entonces entendí que era necesario salir a marchar por aquellas que habían callado su voz. Entendí que esas mujeres que salen al grito de #NiUnaMenos no buscaban representarme a mí, sino a todas aquellas que ya no podían hacerlo. Entendí que si a mí me hubiera pasado algo así, íban a ser ellas las primeras en organizarse para pedir justicia en mi nombre. Por el simple acto de sororidad, sin mirar cómo estaba vestida ni dónde estaba cuando ocurrió ni a qué hora. Sin juzgarme; hermanadas. Entendí que eran ellas las que iban a tratar de que mi rostro no se olvide, no el de las que, como yo supe hacer, sólo compartía fotos diciendo que no me representaban desde la comodidad de mi sillón. Ellas estaban ahí, luchando, haciendose notar. Haciendo eco para que todos vean que no nos da lo mismo. Que no vamos a permitir que nos olviden. Que necesitamos darnos cuenta que la cultura en la que vivimos nos está oprimiendo, nos está matando.
Que si gritamos, y cantamos, y pintamos paredes no es porque querramos hacerlo, sino porque ya no sabemos cómo más hacernos escuchar.



Y si ahora gritamos y cantamos en modo de protesta es porque preguntamos bien y nadie nos dió una respuesta.
 

Hoy entiendo cómo afecta cada palabra, cada gesto, cada acto en una cultura que repercute y desemboca en hechos tan trágicos como éstos. Que naturalizar cada acto, por pequeño que sea y aunque nos parezca tonto nos termina tornando permisivos con cosas que no deberían ser, y con atrocidades semejantes.
El proceso de la deconstrucción es difícil y no nace de un día para el otro; pero es el camino de darse cuenta. Nosotras mismas muchas veces nos encontramos diciendo comentarios sumamente machistas, sin querer. Tenemos tan instalado el chip, que a veces no nos damos cuenta. Tenemos que permitirnos cuestionarnos, abrir la cabeza y sobre todo, el corazón.
No pedimos tanto: no queremos tener más miedo. Al salir de casa queremos ser libres, no valientes. Queremos que nadie nos diga qué hacer y qué no con nuestras vidas. Y sobre todo, que nadie se sienta con el derecho de arrebatárnosla. Vivas nos queremos...

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